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¿Por qué cautiva Cristian U.?

Es el participante más popular y polémico de Gran Hermano. Juega a involucrar a los de “afuera” de la casa. Odiado y amado hará lo que sea con tal de ganar los 400 mil pesos de la final.

¿Qué hay alrededor del participante de la casa de “GH” que tiene más seguidores en Twitter que Cristina Fernández de Kirchner? Amado y odiado (quizás más lo segundo que lo primero), hay algo en Cristian U. que llama la atención de quienes lo miran por TV… o lo siguen por la red.

Como líder natural, con el correr de los días de “encierro” empezó a asomar -cada vez más- la cabeza de entre la multitud de “hermanitos”, mostrando actitudes molestas para muchos. Por ejemplo, meter las bolas de pool con la mano y ganar haciendo trampa. El mismo llegó a asumirse como ex jugador compulsivo. Y de a poco, mientras sus compañeros se divertían en la casa como si estuvieran en una colonia de vacaciones o lloraban tratando de conmover con sus historias de vida, él, algo apartado, sólo pensaba en cómo lograr su objetivo: llegar a la final y ganar los 400 mil pesos. Siempre lo dijo y lo demostró.

Para Cristian U., el ya ultrafamoso paseador de perros, la casa es un “juego” donde sólo pesan las “estrategias”, en una especie de “todo vale”: los únicos límites válidos son los que uno mismo se pone. Y si tiene que tratar mal a los demás o pegar dos gritos, lo hace sin tapujos.

Cristian dice que juega sólo pero nunca se olvidó de las cámaras y no dudó a involucrar el “afuera”. Primero inventando gritos que utilizó para inquietar a sus compañeros. Después, escribiendo en twitter: fue el primer “hermanito” que usó y le sacó el jugo a esta herramienta.

Y si es cierto que todo lo que atrae de “GH” es espiar al otro en tiempo real y “sin maquillaje”, Cristian U. cuenta con un poco de todo de lo que los seres humanos tenemos pero no queremos mostrar (en definitiva nadie es tan bueno ni tan malo).

El “lado B” que muestra es hoy, para muchos, casi una obsesión y sus fans son capaces de salir a agredir a quien se le oponga.

Fuente: La Razón

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