Getúlio Vargas, Lula da Silva, Dilma Rousseff: tres nombres que resumen en cierto modo la historia de las masas populares brasileñas. El primero fue un hacendado gaúcho, nacido y criado en San Borja, Río Grande do Sul. Dominó la política brasileña entre 1930 y 1954 y se definía (en un país donde la esclavitud había desaparecido hacia poco más de una generación) como el “esclavo del pueblo”.
Inició la construcción del moderno Estado central y echó los cimientos sociales y económicos del Brasil industrial contemporáneo. Sus gobiernos, similares en muchos sentidos al de Juan Perón en la Argentina, cumplieron una tarea más difícil, si cabe, que la de su homólogo rioplatense.
El tres veces Presidente de los argentinos pudo desarrollar su esfuerzo industrializador y redistribuidor de ingresos a partir de un Estado central preexistente y con el apoyo organizado de una poderosa clase obrera hija del proteccionismo de hecho de los años 30; Vargas, llegado a la Presidencia gracias a un movimiento popular y militar que buscaba terminar con el “regionalismo” (la hegemonía paulista y cafetalera en la República Vieja que prevalecía sobre el conjunto del país), se vio en la necesidad de crear, de hecho, ese Estado. Al mismo tiempo -como el peronismo argentino aunque con rasgos propios del Brasil- promovía la industrialización y otorgaba por primera vez derechos laborales a los trabajadores que así iban surgiendo.
Vargas afianzó su actividad de estadista sobre un frente inestable de hacendados y agricultores orientados al mercado interno, oficiales patriotas, una burocracia de Estado que fortaleció a un grado jamás visto antes en su país, y una creciente clase trabajadora. Fue forzado al suicidio en 1954 y sus herederos políticos sufrieron el golpe de Estado de 1964, pero el núcleo duro de sus políticas (la industrialización, la burocracia estatal moderna) se mantuvo aunque con clave cambiada.
A partir de ese año, el régimen golpista, profundizando los pasos de dos presidentes antivarguistas de la década anterior (Quadros y Kubistschek), reconvirtió el impulso industrializador para ponerlo al servicio del capital extranjero. El régimen se caracterizó por un cerril conservadurismo social y político, un despliegue hasta entonces desconocido de violencia de Estado, y desvinculó el desarrollo industrial del crecimiento del bienestar de las masas brasileñas.
El golpe
Delfim Netto, uno de sus principales jerarcas, llegó a decir que “Brasil se convertiría en una potencia industrial aunque costara la vida de millones de sus compatriotas”. Al igual que sus pares argentinos surgidos del golpe de 1966, los gobiernos del Brasil buscaron, a partir de 1964, transformar la industria brasileña -herencia en este caso del varguismo así como en la Argentina la habían heredado del peronismo- en un apéndice del mercado mundial, y no en el motor del desarrollo armónico del país.
La más extrema miseria y las más brutales formas de explotación empezaron a convivir con las plantas industriales más modernas. Estas plantas se instalaron en las ciudades del Centro-Sur del país, concentrándose especialmente en la ciudad y el Estado de Sao Paulo de la mano de una afluencia masiva de capital extranjero.
El régimen acompañó estas inversiones dándoles todas las seguridades jurídicas, mano de obra barata, energía abundante, un mercado de clase media relativamente pequeño pero de alta capacidad de consumo, y plenas facilidades para insertarse en el mercado mundial a la rastra de la política de sus casas matrices.
El resto del país se mantuvo como un gigantesco patio trasero semibárbaro, donde millones de brasileños ni siquiera accedían al mercado, y presionaban así a la baja de los salarios en las grandes urbes. La combinación agregaba a la violencia estatal el más cerril y ultramontano de los conservadurismos, así como un fuerte alineamiento con Washington.
El golpe había buscado (y logrado) impedir la elección del radicalizado varguista Lionel Brizola a la presidencia de la República. El heredero de Vargas marchó al exilio, junto a todos sus colaboradores. Unos pocos intentaron ofrecer una efímera resistencia armada. Entre ellos Carlos Araújo y su esposa, Dilma Rousseff.
El “hijo del Brasil”
Mientras tanto, la política de industrialización dependiente promovida desde la cúpula del régimen militar dio vida a una nueva clase trabajadora, el proletariado del ahora famoso “ABC” paulista.
Hiperexplotados si se los comparaba con sus equivalentes del Primer Mundo, o incluso de la Argentina, eran privilegiados en un país que condenaba a la mayor parte de la población al desempleo crónico, el analfabetismo y la miseria rural.
De ese caldo de obreros de origen campesino surgió el fuerte liderazgo sindical del nordestino Lula, que al igual que muchos de sus coterráneos había llegado a San Pablo montado en la caja de un camión.
En una relación permanente de competencia (mucha) y colaboración (esporádica) con el antiguo brizolismo, el sindicalista metalúrgico de las empresas imperialistas del Gran San Pablo terminó llegando a la Presidencia de la República una vez desaparecido el régimen de fuerza de 1964.
Desde ese cargo creció hasta el actual liderazgo indiscutido de la inmensa mayoría de los brasileños. Superó el provincianismo paulista y también el provincianismo brasileño, para proyectarse como un gran líder unificador sudamericano.
Fue uno de los principales propulsores de la reunificación de los países de América del Sur. Libró en ese carácter duras batallas junto a colegas como Néstor Kirchner, Cristina Kirchner o Hugo Chávez. Bajo sus sucesivas presidencias, millones de sus compatriotas pasaron de la inseguridad sobre qué comerían esa noche a tener aseguradas las cuatro comidas diarias (un hecho casi filosófico por su importancia).
Una continuidad poco conocida Lula supo ganar también la confianza de algunos de los principales exponentes del brizolismo, integrantes del gobierno estadual de Olívio Dutra en Río Grande do Sul. Entre ellos, justamente, la mujer que está a punto de transformarse en la primera Presidenta del Brasil.
De este modo, en una de esas paradojas irónicas de la historia que no todos saben leer, empieza a cerrarse el período abierto en 1964 y que encontró en Fernando Henrique Cardoso el más claro exponente: el de los regímenes que buscaron, a toda costa, terminar con la “era de Vargas”.
Quien asume ahora la presidencia del más grande país de América del Sur es, políticamente, tan colega de Lula, el “hijo del Brasil”, como “nieta de Vargas” a través de Leonel Brizola.
Cierto es que muchos brizolistas siguen aún mirándola con profunda desconfianza por haberse alejado del partido del viejo líder en 2000 para integrarse a las filas del PT gaúcho. Pero la historia está por escribirse.
Lula, que empezó como sindicalista puro sin ataduras con la tradición política de Vargas, terminó siendo en cierto modo un continuador de Getúlio. El Brasil ha cambiado muchísimo desde 1964 y 1954, por supuesto. Pero las tareas que el varguismo dejó inconclusas en su momento deben completarse. Lula empezó a tomar la senda para lograrlo. No sería de extrañarse si Dilma la ampliara y ahondara.
Fuente: telam