
Así parece estar ocurriendo en este último tramo de la campaña electoral entre las denuncias de fraude en los comicios de Tucumán, ahora confirmadas en primera instancia por la Justicia, y las respuestas del oficialismo denunciando «acciones desestabilizadoras». A esta escalada vinieron a sumarse esta semana las revelaciones sobre maniobras con el financiamiento político que tuvieron en el centro de la escena al periodista Fernando Niembro. El hasta anteayer candidato a diputado nacional por el frente Cambiemos de Mauricio Macri, fue denunciado por facturaciones millonarias al Gobierno porteño a nombre de su empresa La Usina y finalmente, ante un descargo que no aclaró su situación de manera convincente, terminó renunciando a la candidatura.
Se sigue el apotegma “A falta de ideas y debates, buenas son las denuncias y escándalos”. Y se lo hace no con espíritu de enmienda sino para demostrar que todos son iguales, nivelando hacia abajo. Aquí se equivocan también desde la oposición, cuando se justifican estos vicios y abusos de la política midiendo la corrupción por grados o cantidades: lo de Niembro resultaría irrisorio, se sostiene, frente a lo de Boudou, Hotesur, Jaime, etc., etc.. El argumento no convence: la naturaleza de la corrupción es que corroe uno de los cimientos de la política democrática: la confianza y credibilidad de la ciudadanía en sus representantes o en quienes aspiran a representarla.
No es posible quitarse de encima esa responsabilidad pretendiendo que unos son más corruptos que los otros pero que todos participan del mismo juego, cuando se utilizan los vínculos con el poder para ganar licitaciones, obtener contrataciones directas, facturar servicios, hacer negocios y, al mismo tiempo, dedicarse a la política desde cargos electivos o ejecutivos. Hay algo que se llama ¨conflicto de intereses¨, y no se puede soslayar. Como resumió el genial Enrique Santos Discépolo en el tango Cambalache, letra escrita hace 80 años: «…todo es igual, nada es mejor¨ y ¨en un mismo lodo, todos manoseados». Con la táctica de nivelar hacia abajo y utilizar el veto recíproco, nadie puede arrojar la primera piedra ni levantar el dedo acusador. Todo ataque queda neutralizado: nadie puede erigirse en fiscal de la República, pero todos, a la corta o a la larga, terminan perdiendo con este juego malicioso y malsano.
Cuando esto ocurre, queda el recurso a la Justicia. La nulidad de los comicios del 23 de agosto en Tucumán, ordenada en primera instancia por un tribunal de esa provincia, es el resultado de un proceso electoral afectado por notorias irregularidades. La oposición agrupada en el Acuerdo por el Bicentenario denunció prácticas clientelares, enfrentamientos durante la elección, mesas constituidas sin la presencia de fiscales opositores, alteraciones en la custodia de las urnas, adulteración de padrones y “manifiesta parcialidad” de la Junta Electoral, entre otras anomalías. Al declarar la nulidad, los jueces consideraron que el Ejecutivo provincial deberá realizar una nueva convocatoria a elecciones, un hecho inédito desde la recuperación de la democracia en el ´83. La disputa se trasladará a la Corte Suprema provincial y tanto el Frente para la Victoria como la oposición adelantaron que la resolución final puede terminar en la Corte Suprema de la Nación.
Hacia esta última instancia se dirigen, finalmente, las miradas cuando la convivencia democrática y el respeto por las reglas de juego quedan dañados. En el supremo tribunal, el juez Carlos Fayt dio esta semana, a los 97 años, un último testimonio de actitud republicana al adelantar su renuncia a partir de la asunción del próximo gobierno. Podría haberse ido antes por razones de edad, es cierto, pero la arremetida del Gobierno en su contra lo llevó a plantarse en resguardo de la independencia de la Corte. Habrá que ver a quiénes proponen ahora para ocupar el lugar que dejó el juez Eugenio Zaffaroni y que dejará Fayt el próximo 10 de diciembre. Si se buscará por el lado de los méritos y trayectorias o por el de las lealtades y compromisos políticos.
Fuente: La Razon